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martes, 11 de noviembre de 2008

El romántico Sr. Bloom y la sociología literaria de Fowler

Harold Bloom, en su trabajo “El canon occidental”, define a este como la resultante de dos selecciones necesarias y fundamentales: el rescate del valor estético y la menos romántica falta de tiempo material para abordar todas las lecturas posibles. Dicho en otras palabras, el tiempo de una vida humana no alcanza para leer todo lo que se ha escrito y es menester, entonces, leer solo a las grandes plumas para no haber pasado por este mundo inútilmente. Sin embargo, Bloom niega a la literatura como formadora de buenos ciudadanos, le otorga al arte una utilidad cívica igual a cero. De ser así ¿Qué sentido tiene dictaminar cuales son los libros fundamentales que un buen occidental debe leer a lo largo de su vida? Si el objeto del arte es meramente estético, como afirma Bloom ¿No debería un lector dejarse llevar por el simple regocijo que le produce la lectura de determinado autor, género o estilo literario? Pero Bloom no le habla a “los lectores”, esa masa informe y enigmática que, aún hoy, a pesar de los innumerables estudios de mercado sigue siendo una especie difícil de clasificar para editores, analistas y otros mercaderes de la industria cultural. Nuestro amigo Harold, espero me permita llamarlo de ese modo, se dirige a un selecto grupo de críticos, teóricos e intelectuales – o simula hacerlo- quienes a su entender deben erigirse como guías de lectura y defensores de la estética que solo reside en Shakespeare, Dante, Homero, Tolstoi y un puñado de otras plumas diseminadas en el mundo occidental que es el que le interesa, es decir la rancia región europea. A ellos sí les cabe la obligación de leer y defender, tal cual lo hace él, a los clásicos y mantenerse alejado de los gustos del vulgo porque es inútil – Bloom dixit- transmitir el valor estético a aquellos que son incapaces de captar sus sensaciones y percepciones. Nuestro buen amigo Harold - a esta altura dudo me permita llamarlo así - niega la multiculturalidad, salta la península ibérica para asomarse a Grecia por temor a que Zeus no le perdone la omisión, se da una vuelta por Italia para calentar un poco su sajónica sangre antes de atravesar la fría estepa ya que, a pesar de las inclemencias meteorológicas, siempre es bueno tener en cuenta a los rusos bebedores de vodka que, como todo el mundo sabe, siempre tienen algo de cosaco y es mejor llevarse bien con ellos y por último y primer principio de la estética, estilo sublime y poco menos que creador del género de géneros (suenen las fanfarrias!) Shakespeare. Allí comienza y termina el mundo de Bloom, América no es más que una maqueta del reino por el norte con hijos mas o menos legítimos del eternamente joven William, un hato de indios al sur que poco y mal han leído la biblia en esa pésima lengua castiza que les enseñaron los monjes y no deberían siquiera intentar la difícil empresa de escribir.
Alastar Fowler, citado por Miguel A. Garrido Gallardo en “Teoría de los géneros literarios”, coincide con Bloom en el hecho de que el canon es el recorte necesario ante la imposibilidad de leer todos los libros como decía Mallarmé y teniendo en cuenta un valor estético, la diferencia sustancial es que dicho valor- para Fowler- estará dado por la particularidad de la época y la importancia que le asigne al hecho literario la clase dominante, que será siempre la burguesa, conforme a sus intereses político-sociales. Esta es una visión interesante si la vinculamos con la idea de que un libro es una obra artística inacabada, siempre en busca de un lector que la descubra y la complete en el mero y a la vez fundamental acto de la lectura. Sin embargo nuestro nuevo mejor amigo Fowler no puede evitar caer en la tentación intelectual de mirar al universo literario desde ese otero particular que le proporciona una visión suprema por sobre el resto de la masa nuevamente informe a la que llamamos genéricamente “el lector”, algo más modesto o inseguro que Bloom citará a Isaac D’Israeli para asegurar que “Prosa y verso se han regido por el mismo capricho que corta nuestros trajes y ladea nuestros sombreros” asociando al canon con la moda y banalizando la figura del lector.
Fowler, sin embrago, reconoce una diferenciación entre canon personal devolviéndole algo de protagonismo al lector que es al fin y al cabo el destinatario y motor principal de la producción literaria de todos los tiempos, el canon crítico reservado a los trabajos de teoría y crítica literaria, el canon accesible que se relaciona directamente con el contexto histórico espacial, el canon oficial que responderá a los proyectos político-sociales imperantes y finalmente el canon selectivo que surgirá como resultado y resultante del entrecruzamiento de todos los anteriores. Una mención especial hará Fowler a los géneros literarios como determinantes a la hora de adjudicar valor estético a la producción retomando la vieja controversia de géneros canónicos y géneros menores.
Ya sea que, como dice Bloom, leer determinadas obras no nos asegura convertirnos en mejores personas o nuestra elección estará signada por un complot socio-político (y agrego comercial) como desliza Fowler, bien podríamos desentendernos del canon y dedicarnos al disfrute de la lectura sin la sensación culposa de haber tomado el camino equivocado a la hora de sacar un libro del anaquel.
Francisco Barrio

jueves, 6 de noviembre de 2008

“Lejana” de Julio Cortazar

Francisco Barrio

“Lenguaje, pensamiento, literatura y realidad no son dominios diferentes sino distintos aspectos de un mismo fenómeno: la existencia humana, tal vez por ingenuos o propedéuticos osamos separarlos” Carlos Benini.


El cuento pone en duda la visión hegemónico-positivista que tenemos del mundo que nos ha llevado a acuñar y repetir premisas como “ver para creer” o “la única verdad es la realidad”. Sin embargo ver, creer, verdad y realidad no son más que pensamientos abstractos representados por el lenguaje humano y que conforman nuestra realidad tanto como la literatura.
Esta idea es presentada a través de la dualidad como elemento conductor de todo el relato e intrínseca en cada uno de sus elementos. A cada concepto se le yuxtapone un opuesto y un vínculo entre ambos que los convierten en un solo elemento ambiguo.
Día y noche, invierno y verano, reina y mendiga, cercana y lejana, real e imaginario son algunos de los pares que aparecen pero sin ser claramente delimitados creando en el lector una idea que los une y los abarca. El mundo de Alina Reyes es presentado como el real en el que ella escribe su diario, toca el piano, se aburre con su madre, prima y novio en el tórrido verano porteño. El relato en primera persona mantiene una correlatividad marcada por las fechas del diario que, a su vez, le otorgan cierta verosimilitud. Lejana, su historia y su mundo frío parece un producto de la imaginación de Alina que juega ser otra en las páginas de su diario.
Los hechos fantásticos como el Teatro Odeón de Buenos Aires unido a través de una arcada con la Plaza Bladas de Budapest, el abrazo con Lejana en medio de un puente, el frío de la nieve húngara a través de su zapato agujereado que Alina siente mientras se acalora por el contacto de la mano de Luís Maria en medio de un salón de baile porteño, están relatados en el diario donde no faltan aclaraciones como “esto yo lo pensaba” reforzando la idea de que son creaciones de la protagonista.
Sin embargo, cuando las fechas desaparecen y el diario se cierra, el relato cambia a tercera persona para dar cuenta del abrazo entre Alina y Lejana en medio del puente sobre las gélidas aguas del Danubio dando por tierra con todas las suposiciones acerca de qué era real y qué ficticio en la historia. Ya no es Alina la que nos cuenta sobre la mendiga y el frío en Budapest, ahora es un testigo el que nos hace saber los hechos poniendo en crisis lo que teníamos por cierto. Nuestro método de lectura del cuento ha sido el mismo que utilizó el hombre desde sus orígenes para escapara a la perplejidad que le provoca el mundo con sus infinitos misterios. Así nombró, midió y clasificó todo cuanto pudo para darle entidad, ubicarlo en su realidad ¿Qué es, entonces, lo real? Todo aquello que podemos nombrar, cuantificar y clasificar dejando el resto en el terreno de lo irreal, lo fantástico. Este método, como toda creación humana, es inacabado, imperfecto y contradictorio ya que hemos puesto nombre a todo lo inexistente y lo hemos clasificado otorgándole, por tanto, existencia o entidad.

viernes, 17 de octubre de 2008

Análisis de la obra “El Viajero” de J. J. Saer.

Análisis literario I
Profesoras: Laura Wallovits y Mariana De la Penna.
Análisis de la obra “El Viajero” de J. J. Saer.



En “El viajero", aparece un movimiento cíclico que tiene como centro la conciencia de un personaje perdido en una tierra imposible: la llanura pampeana se vuelve un “…horizonte circular…” mientras que la lluvia y el fuego acompañan el trayecto del viajero hacia una sublime ausencia: “no dejó ni rastros de su viaje”.
Se denotan oposiciones y anhelos en el exilio del personaje, lluvia y fuego (mencionados anteriormente) la idea de ciudad (Londres) con la que sueña el viajero y la llanura pampeana con su nada inconmensurable. Hay una metáfora del tiempo que acompaña a la construcción circular con que se desarrolla la prosa, el vidrio del reloj roto con esa atemporalidad con que prosigue su búsqueda del salar… Apenas variaciones en las palabras o mejor dicho en la posición de las palabras que dan la idea de lo cíclico: “…los cabellos color zanahoria…” y mas adelante “…los cabellos rojos color zanahoria” se fundirán en “…pelirrojo y gentil con la razón…”; “Amaneció” luego se convierte en “…se despertó inmóvil…”; El exilio es la marca crítica que atraviesa el relato (recuerdo constante y añoranza del sujeto en el contexto de ciudad) y el conquistador conquistado por una naturaleza inacabable es la problemática narrativa que adopta el uso mismo del lenguaje como una metáfora clara que da lugar a la reflexión con cierta intencionalidad. La palabra propiamente dicha, se insinúa repetitiva: relativiza y borra lo que cuenta, como en un juego que demanda al lector un esfuerzo similar al que se relata.
La sensación nietzscheriana de “el eterno retorno de lo mismo” es lo que extingue al personaje en constante movimiento con su ilusión en la aproximación a un punto lejano en el infinito, pasando siempre por el mismo lugar como noción de punto fijo (el montón de cenizas), considerando así, el vigor ilusorio de lo aparente con lo desesperante de lo real. La idea de extinción también se presenta en la forma en que la prosa se manifiesta… espacios entre palabras que se van prologando a medida que el personaje se va apagando, funcionan como si fueran estrofas de un poema, la gran mayoría breves y en algunos casos, con espacios en blanco que refieren a la agudeza de la situación de angustia e incertidumbre del personaje en torno al espacio. Se imponen, no obstante, cortes que al provocar un quiebre en el fluir del relato nos derivan a la problemática de la producción y recepción textual. Esta última apreciación, es un claro ejemplo de la diversidad para el sentido narrativo y de cómo funcionan los procedimientos formales cuando se independizan de la temática central.
El tratamiento temporal va a dar como resultado una tensión entre el tiempo en que el protagonista vagabundea perdido en la llanura -mencionado de cinco días recién en el quinto párrafo- y la lectura que hacemos rastreando a qué momento corresponde cada segmento narrativo. Llevando adelante la analogía, es como si estuviéramos embarcados en una especie de búsqueda cronológica entre los usos verbales y las peripecias de la aventura; de la misma manera en que el protagonista necesita encontrar los puntos cardinales, nos movemos entre pretéritos y el muy escaso presente. Cielo, horizonte, llovizna, pajonal: elementos de esa naturaleza eterna, cíclica, que es siempre resistencia a la mirada, a la percepción, a la contemplación. Pero la resistencia y la derrota también son para la lengua, el recuerdo insistente de esa ciudad que contrasta con la atmosfera que enmarca el momento. Los pajonales, abriéndose y cerrándose en chasquidos, pertenecen y designan esa espesa selva de lo real que destruye. Del viajero no hay rastro.

También hay una situación particular frente a la forma en que se traza la descripción: La representación de lo que se alcanza a ver, dentro de los límites de la mirada que a su vez tiene fronteras -sin olvidar los vidrios del entremedio- instaura la instancia descriptiva. Este resto posible es lo que asume la voz enunciadora. Y todavía menos: la desconfianza lúcida en relación al poder del lenguaje hace que proceda con indicios, con aproximaciones sucesivas, que terminan produciendo un acto reiterativo.
Leves metamorfosis de lo descriptivo, perturbaciones, comparaciones imposibles, anhelos del sujeto, ritmos que se desaceleran y atribuciones inseguras, provocan extrañeza y dan cuenta de una percepción sofocante. A la vez, se manifiesta el rigor formalista que hace posible y certera a la escritura y a su efecto en la lectura.

El discurso descriptivo retrasa el tiempo del discurso de la narración, porque lo que interesa realmente es esa densidad e incertidumbre de la conciencia que percibe, así como la resistencia que opone lo percibido. Cuando la imaginación del personaje aparece, resulta simultánea y superpuesta al acontecimiento cíclico del que forma parte y todo retorna al mismo lugar hasta el final.


Gastón Acevedo Gayraud